Martín era un joven atareado. Siempre estaba haciendo cosas y siempre tenía cosas que hacer. Pese a ello, era una persona extremadamente ordenada. Compartía piso con un adorable perro. Alegre y juguetón, Marx (así se llamaba el perro) se ponía muy contento cuando Martín volvía de hacer algún recado. Pero lo que un día empezó siendo algo divertido y agradable, se había convertido desde hacía tiempo en algo molesto. Marx ya no pesaba los 8 kgs que pesaba antes, y sus efusivos saludos a veces causaban marcas en forma de moratones y arañazos en el cuerpo de Martín.
Había probado muchas cosas para cambiar el comportamiento de Marx, pero ninguna dio resultados. El problema parecía ir a peor. Desde hacía meses Martín había desistido. Las semanas transcurrían entre broncas, gritos y cabreos. La relación entre él y Marx se deterioraba.
Una mañana, Martín se durmió. No escuchó el despertador y cuando se despertó ya llegaba tarde al trabajo. Miró en la mesita de noche y el despertador no estaba. No le dio importancia, pensó que lo debió tirar de un golpe mientras dormía. No tenía tiempo de buscarlo. Se vistió todo lo rápido que supo, cogió la cartera, las llaves de casa, la chaqueta, las llaves de la moto... mierda!! las llaves de la moto no estaban en su sitio!! Buscó y rebuscó varias veces por los mismos lugares, mientras Marx le seguía por toda la casa. Los nervios y las prisas de Martín no le permitieron ver que las llaves también le seguían. Finalmente, un ruido de las llaves le iluminó. Se giró hacia Marx y éste movió el rabo. Tenía las llaves de la moto en la boca. Martín le echó una tremenda bronca, de esas que oyen los vecinos. Llamó por teléfono a algún compañero para comunicarle su situación y en seguida salio de casa, cerrando la puerta de un portazo. No se despidió de Marx, y éste se quedó en casa, como cada día, esperando que llegase la hora de que Martín volviera.
Pero ese no sería un día cualquiera. Marx esperó y esperó. Se acercaba la hora y empezó a desperezarse. Dio un par de vueltas por la casa para hacer tiempo y... Martín ya debería estar aquí. Pasaba el rato y Martín seguía sin aparecer, lo cual puso muy nervioso a Marx. Empezó a ladrar, a gemir y a lloriquear junto a la puerta. Un vecino se acercó e intentó tranquilizarlo, pero eso hizo que Marx se pusiera más nervioso. No era habitual que Martín no llegara a casa y menos aún, que un vecino le hablara. Ya por la noche, Marx estaba histérico. No había señales de Martín. Entonces, el ruido de unas llaves abriendo la puerta le llama la atención. ¿Será él? No era Martín. Quien entró en el apartamento era Juana, la señora que vivía arriba. Muy amablemente le dirigió unas palabras al perro que éste no comprendió, pero si el tono de su voz. Era suave, dulce y triste a la vez. Juana entró en la cocina y puso comida en el comedero de Marx. Éste la miraba con descrédito. No tenía hambre, ni sed, ni sueño. Tenía ganas de ver a Martín.
Esa fue la peor noche para Marx. No durmió, se pasó toda la noche aullando y llorando. A pesar de los intentos de los vecinos por consolarle, no hubo manera.
A la mañana siguiente, Juana entró en el apartamento de nuevo. Le puso el arnés a Marx y lo acompañó a la calle. De camino, Juana seguía hablando con su voz suave a Marx. Una vez en la calle, Juana le subió a un coche y a los 10 minutos lo bajó. Estaba en un sitio nuevo, muy blanco y lleno de gente. Entonces Marx se percató de que Juana iba vestida con unas ropas extrañas, muy blancas, a juego con muchas de las personas que había por allí. Como escondiéndose de algo o de alguien, ambos avanzaron rodeando el edificio. Entraron por una puerta lateral y subieron unas escaleras metálicas. Una vez dentro del edificio, se dirigieron por un pasillo hasta una puerta que estaba numerada. Al abrir la puerta, Marx no pudo contenerse. Arrastró a Juana de tal manera que tuvo que soltar la correa, y se echó a correr hasta la cama en la que descansaba Martín. Con un brazo y una pierna enyesados, la cara de Martín al ver el entusiasmo de Marx fue de susto. Aún estaba dolorido de los golpes pero, para su sorpresa, Marx no se abalanzó sobre él. Se quedó sentado junto a la cama, con la cabeza apoyada en el brazo que no tenía escayolado. De tanto en tanto soltaba la lengua para darle besitos en el brazo que, pese a no tener escayola, tenía arañazos y rasguños. Se le escapaba algun lloriqueo y movía el rabo con cada movimiento de Martín.
Así fueron las visitas de Marx a Martín durante la semana que estuvo ingresado. Cuando por fin pudo volver a casa, a Martín le esperaba una sorpresa: Marx le recibía en la puerta, sentado y moviendo el rabo. Tenía un extraño juguete en la boca. Cuando se acercó, pudo ver que ese extraño juguete era su despertador. Estaba destrozado y Marx parecía estar muy orgulloso. Cuando Martín alargó la mano para que se lo diera, Marx giró la cara, apretó las mandíbulas y acabó de hacer añicos aquel maldito aparato.
Desde ese día, Martín cambió su forma de ver la vida. Vendió la moto, cambió sus rutinas y lo más importante, aprendió a priorizar las cosas. Ya nunca más le molestó una muestra de cariño de Marx, fuese en la medida que fuese...