Se despertó temprano, como todos los días. El Sol apenas empezaba a asomar tras las casas y edificios que formaban un horizonte escalonado y artificial.
Con energía y decisión caminó hacia la puerta. Seguía cerrada, pero le daba igual. Se había construido su propia puerta para poder salir. Se dejó las uñas rascando la pared durante varios días para lograr hacer un pequeño agujero que hacía las veces de puerta.
Como cada día, caminó por la calle durante unos minutos. Era tan temprano que no se cruzaba con nadie por la calle. No había personas que le entretuvieran, ni coches, ni bicis... En poco rato se plantó frente a unas paredes blancas. Las mismas paredes de cada día.
Nervioso, empezó a rodear la cama de su amigo. Gemía, lloriqueaba y rascaba con las patas delanteras y con el morro. Pero las sábanas no se movían. El ruido le delató y tuvo que salir corriendo. Un vigilante venía gritándole y moviendo los brazos pero no pudo darle caza. Una vez fuera, se subió a una colina desde donde veía la cama de su amigo. Quizá la miraba pensando en otra cosa, pero su cara, otro día más, reflejaba esperanza. Un día más se tendría que volver a casa sin haber podido despertarle.
Y es que cuando las sábanas de la cama son de piedra, despertar a alguien puede llegar a ser una tarea imposible.
Y es que cuando las sábanas de la cama son de piedra, despertar a alguien puede llegar a ser una tarea imposible.
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